Hay varios textos antiguos que nos permiten entrever el proceso de transición del latín al castellano. A veces se hace muy complejo separar la paja del trigo y determinar si algo está en latín vulgar, en navarro aragonés, en leonés, en castellano medieval o en alguna otra lengua hablada en el período. Pero, en general, las Glosas Emilianenses son nuestro punto de partida. Se trata de anotaciones manuscritas de un códice en latín, en el que un monje copista intentó aclarar el significado de algunos términos latinos que ya para entonces habían perdido vigencia y no los entendía nadie. Las glosas fueron escritas a finales del siglo X o principios del siglo XI, pero los romanos se habían marchado hacía ya quinientos años, por lo cual el latín era historia remota. La gente de a pie hablaba lenguas vernáculas, pero los textos seguían escribiéndose en latín porque se la consideraba una lengua prestigiosa. Esto creaba una disociación entre lo que se leía y escribía, por un lado, y la forma en que se hablaba, por el otro. En algún momento, el desconcierto fue tan grande que este monje se vio en la necesidad de agregar notas para iluminar el oscuro significado del texto latino, y para ir al grano, lo tradujo a la lengua romance. Se llaman Glosas Emilianenses porque se escribieron en el Monasterio de San Millán de la Cogolla (Millán o Emiliano proceden del latín Aemilianus). Varias características del texto nos permiten estudiar la formación de las lenguas romances. Algunos ejemplos:
-diptongación de la “o”: buena (en latín bona), nuestro (en latín nostro)
-conservación de la “f” latina que luego derivará en “h” castellana: fere (en latín facere, origen del verbo hacer)
-conservación de consonantes sordas intervocálicas: lueco, tota (que en castellano nos darán luego, toda)
Hay ejemplos a diestra y siniestra, pero no quiero pecar por un exceso de tecnicismo, así que solo mostraré unos pocos casos. Las Glosas Emilianenses no están solas, también tenemos los Cartularios de Valpuesta, documentos latinos relacionados con el Monasterio de Santa María de Valpuesta, en Burgos. Estos son pergaminos oficiales redactados en latín por escribanos que esporádicamente mechaban algunos términos de la lengua romance. Son textos legales que tratan de donaciones, juicios o ventas, y abarcan un período que va desde el año 804 hasta el 1200, con lo cual se evidencian cambios notables. Como menciona la Real Academia Española, los cartularios están escritos “en una lengua latina asaltada por una lengua viva”. Algunos ejemplos:
-diptongación de “e” y “o” breves latinas: pielle (en latín pelle, en castellano piel). En algunos casos, esta diptongación ocurrirá tardíamente: nostra (en latín nostra, en castellano nuestra)
-formación del plural romance con “s” final: sos sobrinos (en castellano sus sobrinos)
-orden SVO (sujeto verbo objeto) de la frase, característico del castellano, en oposición al orden de la frase latina con el verbo al final
-desaparición de las declinaciones del latín y, en su reemplazo, creciente desarrollo de las preposiciones
-sonorización de consonantes sordas intervocálicas latinas: cabezas (en latín capitia), lugar (en latín loco, término a partir del cual formamos location en inglés)
Un aspecto interesante de los cartularios es que son dos que contienen los mismos textos, pero el primero, llamado “gótico”, está escrito con letra visigótica, mientras que el segundo, más moderno, llamado “galicano”, está escrito con letra galicana o carolingia. Porque resulta que la grafía visigótica era muy difícil de leer, y el emperador Carlomagno impulsó una renovación que fue el origen del llamado alfabeto carolingio, que era mucho más legible.
Pero mi favorita es la Nodicia de Kesos o Documento de Kesos. Sí, son quesos. Ahora nos vamos al Monasterio de los santos Justo y Pastor. El monje despensero, encargado de administrar los alimentos, debía tomar nota escrupulosamente de todo cuanto entraba y salía de la despensa, y los quesos eran un alimento de importancia, así que, en alguna tarde de verano o alguna mañana de invierno entre los años 974 y 980, tomó nota del destino de los quesos. Lo interesante es que ya no se trata de un documento oficial escrito por un escribano, como en el caso de los Cartularios de Valpuesta, o de un texto en latín en cuyos márgenes se anotan algunas traducciones al romance, como en el caso de las Glosas Emilianenses. Aquí tenemos la lengua viva, libre de toda restricción, tal como se hablaba, sin formulaciones latinas ni una estructuración formal regida por una convención de escritura. Es como abrir una ventanita y espiar el pasado, viajar con la máquina del tiempo y escuchar hablar a la gente de la aldea. Aquí sabremos que el hermano Jimeno se comió un queso, a los frailes que trabajaban en el viñedo les enviaron cinco, el abad se llevó dos y se comieron cuatro cuando el rey fue de visita al monasterio. Y en general, se entiende perfectamente. Esto ya es una lengua romance, aunque se supone que no es castellano sino leonés.
Este viaje en el tiempo nos ha permitido vislumbrar el origen de las lenguas romances en la península ibérica. Entre ellas, lo que hoy llamamos español, es decir, el castellano.